Hambre, drogas y llantos en las “catacumbas”: las 24 horas de los defensores de oficio que representan a homicidas y rapiñeros

Bienvenida a las catacumbas”. El espacio es chico y está repleto. Hay policías, hay detenidos, hay fiscales que entran y salen, hay abogados defensores. Hay un área rectangular rodeada de cinco cubículos, cada uno con una mesa y dos o tres sillas. No hay ventanas, hay tubos de luz blanca. También hay guantes, alcohol en gel, tapabocas. “Algunos tienen tuberculosis y el espacio es muy chico”, explica un defensor de oficio.

En el subsuelo del edificio de la Fiscalía sobre la calle Cerrito, el tiempo corre. Es la hora pico. Los boxes no dan abasto. Los detenidos, un piso más abajo, esperan a que los llamen. Allí, en esos pocos metros cuadrados, van a ver por primera vez a un abogado. Para la enorme mayoría, será un defensor público, porque son quienes asisten a más del 80% de los que enfrentan procesos penales.

Los hurtos y las rapiñas no son cosas de ricos. Acá llegan con hambre, con frío. Llegan drogados, efervescentes o somnolientos. Llegan confundidos, o llegan desafiantes.

Se les nota cuando es la primera vez, porque lloran o están asustados. Los clientes habituales no, entienden de qué va la cosa. Solo quieren saber “cuánto se van a comer”. Y piden por favor que no los manden al Comcar. Hasta los más curtidos.

A las 14 termina el turno de la mañana y empieza el de la tarde. Los defensores que se van pasan a los recién llegados las carpetas azules de la Fiscalía con la información de cada caso. Hay un defensor coordinador por turno. Comentan rápido los titulares, los casos complicados.

—Hay uno de Sabrina. Amenazó a la mujer. Y parece que disparó unos tiros afuera de la casa.

—Ufff. Va a querer prisión.

—Que peleen allá una domiciliaria.

Allá es la sede de los juzgados penales de la calle Juan Carlos Gómez. Allá está la otra mitad del equipo de los defensores de oficio, esperando a que les manden a los detenidos. Ellos serán sus abogados en la audiencia frente al juez.

Pero el asunto se “cocina” antes, en el subsuelo, en las catacumbas.

La mayoría de los que llegan fueron detenidos en flagrancia, “con las manos en la masa”. Nadie puede estar más de 24 horas detenido sin ver a un juez, dice la Constitución. Y eso explica el apuro de la Fiscalía. Si no llega a tiempo, debe dejarlo ir. Conseguir una confesión es la forma más rápida de resolver el asunto.

Desde que se implementó el nuevo Código del Proceso Penal, es también la forma más habitual de hacerlo. Cerca del 90% de los casos se resolvieron antes de llegar a juicio, mediante un acuerdo entre la Fiscalía y la Defensa. Son las vías alternativas —proceso abreviado, suspensión condicional del proceso, acuerdo reparatorio— que tanta polémica han generado el último año. Es que el responsable confiesa, pero a cambio consigue una pena más liviana. A veces, quizás, demasiado liviana. Para que los fiscales no se excedan con los beneficios que ofrecen, el fiscal de Corte, Jorge Díaz, dio en agosto instrucciones más estrictas, y también se ajustaron los límites en una ley aprobada por el Parlamento.

El sistema acusatorio que comenzó a regir el 1º de noviembre de 2017 dejó atrás el viejo modelo inquisitivo y separó al juez de la investigación penal, que quedó en manos de la Fiscalía. Además, instaló los juicios orales y públicos.
Por eso, los defensores saben que Sabrina Flores, la fiscal especializada en Delitos Sexuales y Violencia de Género, va a querer prisión.

La puesta a punto sigue.

—Hay uno que lo encontraron adentro de una finca, con las cosas que se había robado. Va por libertad vigilada. Querían 10 meses, quedó en seis. Si nos da el visto bueno, ya firmamos el acuerdo —di­ce el coordinador de la mañana.

Se va. La defensora que toma la posta en la coordinación pide a la Policía que le traigan al detenido por el robo en la finca.

—Te encontraron adentro de una casa con las cosas que robaste. ¿Puede ser? —pregunta con tono amable al hombre, de unos 50 años, que se sentó al otro lado de la mesa.

—Sí. Me quería llevar el aire acondicionado. La casa estaba vacía, —aclara—. Me mandé una macana.

—O sea, es un poco inútil negar los hechos, ¿no? Porque te encontraron con las cosas.

—Es al pedo —dice riéndose, y de inmediato pide perdón por el exceso.

La defensora le explica que ahora hay un nuevo sistema penal, que les permite negociar con la Fiscalía, y que si él está de acuerdo en reconocer lo que hizo, no va a ir a la cárcel, porque le ofrecen libertad vigilada.

—Sí claro —acepta—. ¿Ahora me voy a casa?

—No, ahora vas a ver al juez. Te va a preguntar si firmaste voluntariamente, si sabés que estas renunciando a ir juicio… A veces no le entendés como te habla el juez, pero te va a preguntar eso.

Entra la fiscal, tablet en mano. La deja sobre la mesa y empieza una grabación, que dejará registro de que el detenido aceptó los hechos y accedió al acuerdo. Ya falta poco para que se venzan las 24 horas, hay que correr al juzgado.

—¿Sabés leer y escribir?

Sabe. Firman el acuerdo. La defensora envía la foto del escrito vía WhatsApp a los que están en la calle Juan Carlos Gómez.

Desconfianza
El sistema acusatorio que comenzó a regir el 1º de noviembre de 2017 dejó atrás el viejo modelo inquisitivo y separó al juez de la investigación penal, que quedó en manos de la Fiscalía. Además, instaló los juicios orales y públicos.

Luego de un comienzo complicado, a un año de su puesta en marcha el nuevo código parece haber acompasado el nivel de eficiencia del sistema anterior, según el total de imputaciones logradas que divulgó hace dos semanas la Fiscalía General. Sin embargo, el crecimiento abrupto de los delitos no le ha hecho buena propaganda. Desde el Ministerio del Interior culparon al código, y sus defensores temen que la reforma pierda legitimidad si se extiende el rechazo en la opinión pública.

Y es precisamente esa opinión pública tan preocupada con la inseguridad la que protesta ante acuerdos que perciben demasiado benignos con los criminales.

La semana pasada, el permiso para viajar a Valizas que consiguió un detenido por provocar destrozos durante una manifestación contra el G-20 generó una indignación tal que el fiscal terminó admitiendo que se había equivocado.

“El uso de los acuerdos con algunas repercusiones fuertes en lo social es un problema”, opina Alberto Reyes, ministro de apelaciones en lo penal y presidente de la Asociación de Magistrados. A su juicio, la “cantidad de casos abreviables podría tener una mayor exigencia”.

“El proceso abreviado es un filtro para que vaya a juicio lo que realmente merece la pena que vaya a juicio”, explica. “Pero hay un abanico demasiado laxo que generó una tendencia a lograr acuerdos”, añade. “El asunto es que el sistema no se deslegitime porque la gente no entiende”.

Luego de un comienzo complicado, a un año de su puesta en marcha el nuevo código parece haber acompasado el nivel de eficiencia del sistema anterior, según el total de imputaciones logradas que divulgó hace dos semanas la Fiscalía General.
“No habíamos previsto que un porcentaje tan importante obviara el proceso ordinario, el juicio, y fuera por las modalidades abreviadas”, afirma el ministro de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Chediak, uno de los redactores de la reforma.

“Con la Fiscalía estimulada a resolver de la manera más económica y rápida posible los casos que tiene entre manos, estamos viendo que más del 95% de los procesos no llegan a la decisión de un juez”.

Para el fiscal de Corte, “quienes afirman que los acuerdos son poco garantistas porque no está el juez, no entendieron que el objeto del proceso penal en este sistema adversarial no es averiguar la verdad material, es resolver un conflicto entre dos partes. Y si ese conflicto se resuelve, ¿cuál es la falta de garantías?”, plantea.

“¿Sabes qué pasa? La gente que dice eso no lo entiende, pero además tiene una gran desconfianza en los defensores. ¿Por qué tiene que ser el juez el gran controlador? Es la fiscalía y la defensa, en pie de igualdad, que discuten y negocian. Hay una enorme desconfianza hacia los defensores, y sobre todo hacia los públicos”, dice Díaz. “Y creo que es una gran injusticia. Porque no conocen a nuestros defensores”.

“Por lo menos la abracé dos veces”
Mónica Gaggero camina apurada las cuatro cuadras que separan a la sede de la Defensoría Pública en lo Criminal de los juzgados penales. Es lunes, y faltan cinco minutos para que empiece el turno de la tarde. Llega al edificio de la calle Juan Carlos Gómez y se dirige a la oficina que tienen asignada los defensores públicos en el segundo piso. Dos colegas escriben en sus computadoras. Mónica saluda, pendiente de su celular. Es que en el grupo de WhatsApp “NCPP” (nuevo Código del Proceso Penal), sus colegas que están en la calle Cerrito avisan qué detenidos están en camino.

“Siempre tenemos galletitas”, dice y señala un armario. “Porque llegan muertos de hambre”.

Muchos no saben leer y escribir. A algunos hasta cuesta entenderles lo que cuentan. “Y el sistema penal no soluciona eso”, dice resignada. Lo empeora.

Pero no hay mucho tiempo para lamentarse. En minutos llegará un joven de 23 años acusado de homicidio. Y necesita a su abogada.

Busca a los padres. Iban a venir a la audiencia para verlo, después de meses. Es que Mónica consiguió que lo trasladaran a la cárcel de Treinta y Tres, porque en el Comcar lo tenían amenazado. Y hasta allá no tienen en qué ir. Los llama. Tiene el teléfono repleto de whatsapps de familiares de sus clientes. Dice que de noche, en su casa, lo apaga un rato, para poder descansar.

El padre avisa que está llegando. “Son una familia bárbara, están destrozados”.

Pide para ver a su cliente antes de la audiencia. Para explicarle. Que hizo un acuerdo con el fiscal de Homicidios. Que irá tres años y medio preso. Que ahora el juez preguntará si aceptó voluntariamente confesar y renunciar al juicio.

Lo traen esposado, de pies y manos. “¡Te cortaste las rastas!”, se sorprende. Él se ríe. Alguien le dijo que podía ayudar. Se reúnen en una sala pequeña, sin sillas. La defensora pide que le saquen las esposas. El policía duda. Mónica insiste.

Una noche, hace como tres meses, estaba tomando vino con un amigo y, medio borrachos, decidieron ir a darle una paliza al “rastrillo” del barrio. Uno que siempre robaba y que encima se jactaba. Lo encontraron y le pegaron. Se sumaron otros del barrio. Y le pegaron más. Lo cargaron en una camioneta y lo dejaron en una cuenta. Y se murió.

Los acuerdos permiten resolver los casos rápido. Que los acusados obtengan pronto una condena y no pasen años en prisión esperando la sentencia, como sucedía antes. Permiten no gastar recursos y tiempo en delitos menores. También permiten que la Fiscalía consiga una condena cuando no tiene demasiadas pruebas.
No estaba en los planes matarlo, pero lo mataron. En la golpiza fueron varios, pero la Policía solo identificó a su amigo y a él.

Ahora tiene casi cuatro años de cárcel por delante. Lo peor, dice, es estar lejos de sus tres hijos. “Pero no quiero perder cuatro años de mi vida. Quiero estudiar y trabajar. Todo lo que pueda. Si voy a estar lejos de mi familia, por lo menos que me sirva para algo”.

Mónica lo alienta en sus planes, y le explica que una vez que lo condenen, ya no será ella su defensora. “Fa ¿no podés seguir vos?”, dice apenado.

Está aliviado de que zafó del Comcar. “Cuando llegamos a Treinta y Tres no podíamos creer”, dice. Cuenta que en los 21 días que estuvo en el Comcar, solo salió de la celda una vez. Y que allá, en Treinta y Tres, hay un patiecito, que se ve el cielo, y que pueden salir todos los días. Y que hay un living con tele. ¡Y enchufes! Ya no tiene que preocuparse por despertarse medio dormido y electrocutarse con los cables pelados que asoman en las paredes. “Está divino”.

Dice que los otros presos se reían de él, del entusiasmo que tenía cuando llegó. Y que cuando estaba en el Comcar, no dejaba que sus hijos fueran a verlo, porque en la sala de visitas “el ambiente era muy feo”.

“Mirás a uno y ya te salta con que lo miraste mal y te saca un corte”. A los “cortes” (armas cortantes caseras) los llevan debajo de las frazadas, cuenta. Todos saben, pero no pasa nada.

Ahora le preocupa que su familia no lo pueda ir a visitar, porque ir tan lejos sale caro. Pero al menos sabe que tiene un lugar tranquilo para recibirlos. Solo lamenta que le den dos horas: “Se te va volando. Cuando fue mi mamá, por lo menos me dio para abrazarla dos veces”.

Mónica llama al padre y le pasa el teléfono. Él se pone a llorar: “Los quiero mucho, papá”.

Cuando empieza la audiencia, ya no es el único que llora. Llora su madre. Su novia. Su hermana. Llora su amigo, que pasará siete años en la cárcel, y la familia de su amigo.

Hay alguien más que llora. Y que llora tanto que la fiscal decide ahorrarse los detalles de la autopsia. Es la hermana del rastrillo. Del que mataron a golpes.

Evitar la impunidad
Los acuerdos permiten resolver los casos rápido. Que los acusados obtengan pronto una condena y no pasen años en prisión esperando la sentencia, como sucedía antes. Permiten no gastar recursos y tiempo en delitos menores. También permiten que la Fiscalía consiga una condena cuando no tiene demasiadas pruebas.

Algunos agresores sexuales que obtuvieron penas demasiado benignas para la opinión pública no tenían más evidencia en su contra que el testimonio de la víctima. Díaz menciona como ejemplo el caso de un hombre en Rivera condenado por abusar de su sobrina durante años, en el que la fiscal fue muy criticada por acordar una pena de solo un año y medio de cárcel y otro tanto de libertad vigilada.

“Era un caso de una muchacha que había denunciado un abuso de muchos años atrás y la única prueba era su palabra. Se termina consiguiendo la condena con una admisión. Si lo llevábamos a juicio oral lo perdíamos. El proceso abreviado sirve también para evitar la impunidad”.

Para Mónica, el nuevo sistema es “totalmente mejor”.

“Antes no teníamos una entrevista previa con los detenidos. Cuando llegábamos ya estaba todo cocinado. Y la Policía obtenía ‘voluntariamente’ la confesión”, dice.

“Nos acostumbramos a pensar en derechos. Ahora controlamos la detención, el trato policial. A veces los fiscales se molestan, pero es nuestro trabajo”.

“Le pedí disculpas”
“A él no lo conozco. No sé qué hace acá”. El hombre parece sincero. Lo detuvieron robando un portón en la madrugada. Admite que fue él. Pero que el señor mayor que tiene sentado al lado no tiene nada que ver.

“Yo estaba durmiendo. Me despertaron y me trajeron para acá”, agrega el otro, confundido.

La defensora, desconcertada, les lee el parte policial. Dice que los agarraron a los dos llevándose un portón con un carrito de supermercado.

—¿No es así?

—Sí. Pero él no estaba. Era otro. Es más, le pedí disculpas.

—Me perdí de trabajar. Y estoy loco de hambre.

Contó que dormía en un galpón de su hermana, justo enfrente al sitio donde la policía detuvo al ladrón, y que lo tomaron por cómplice.

La defensora les cree. Habla con la fiscal, que dice que va a intentar corroborarlo con la hermana del detenido. Le piden un teléfono. Una vecina confirma su versión. Lo liberan.

Para el otro, la Fiscalía quiere cinco meses de prisión.

—No creo que Rodrigo te agarre receptación —le advierte la fiscal adscripta, cuando la defensora intenta negociar un delito más leve que el hurto. Rodrigo Morosoli es el fiscal titular, uno de los 16 que se especializan en Flagrancia.

Según los datos publicados por la Fiscalía, de todos los casos formalizados el último año, el 83% se resolvieron mediante vías alternativas y solo el 3,6% fueron a juicio. Otro 10,5% continúa en investigación.
—¡Paaaaa! —Se agarra la cabeza el hombre, cuando más tarde escucha lo que le espera.

—Es que tenés antecedentes. No zafás de la cárcel.

Sale del cubículo. Conversa con la fiscal. Vuelve a entrar.

—Te conseguí cuatro y medio.

Firman el acuerdo.

Son las 16 horas del viernes y el ajetreo empieza a calmarse. La acción sigue, pero a otro ritmo. Tres defensores conversan en un box mientras esperan al próximo cliente.

Llega. Tiene 30 años, está teñido de rubio platinado y es un experto en computadoras. No tiene antecedentes. Sus nervios lo confirman.

Compró una computadora robada en la feria de Piedras Blancas. La arregló y la vendió en Olx. La dueña vio el anuncio y lo denunció.

“Es horrible esto para mí. Nunca me imaginé. Si tengo que limpiar la plaza, o lo que sea, lo hago”.

Los defensores le hacen preguntas. ¿A cuánto la compraste? ¿A cuánto la vendiste? La tecla 8 no anda, ¿no? Decilo, sirve.

“La Fiscalía va a decir que sabías que era robada”, le explican.

La fiscal ofrece una suspensión condicional del proceso. Básicamente, si él acepta el delito de receptación, y si no infringe la ley por cinco meses, el antecedente se extingue. Queda limpio.

“Yo no agarraría nada”, dice poco convencido un defensor. Pero la Fiscalía insiste con receptación. Acepta.

“Control social”.
La reforma del proceso penal tiene “solo” un año de vida, no se cansan de repetir desde el ámbito judicial y académico. Hay que darle tiempo. “Está gateando o dando sus primeros pasos”, dice Chediak.

“Los problemas que tenemos hoy son muy diferentes a los que teníamos al principio”, coincide Díaz. Es un proceso de ajuste permanente: “Hay que seguir corrigiendo aquello que está mal y mejorando lo que está bien”.

Reyes cree que en el futuro próximo “debería haber muchos más juicios, donde se vea funcionando el sistema de Justicia, y que no se resuelva casi todo en cuatro paredes donde no se sabe muy bien qué se negocia”.

El ministro de la SCJ también lo espera. “A lo mejor se requerirán algunas modificaciones legales adicionales para limitar las posibilidades de acuerdo que tienen los fiscales”.

En ese sentido, opina que es positivo “el control social” que se ejerce sobre los acuerdos que lucen desproporcionados. Reyes coincide: “Los operadores estamos tomando nota de que no se puede acordar y abreviar cualquier cosa”.

Para el fiscal de Corte también hay que “ir más al juicio oral”, pero a la vez hay que tener en cuenta “lo que pasa en el mundo”, donde los juicios orales no llegan al 10%. “Está claro que lo más garantista es el juicio, pero también está claro que no todo puede ir a juicio”.

Según los datos publicados por la Fiscalía, de todos los casos formalizados el último año, el 83% se resolvieron mediante vías alternativas y solo el 3,6% fueron a juicio. Otro 10,5% continúa en investigación.

“Hice cosas mucho peores”
“Sabemos que hubo una rapiña, pero no tenemos pruebas. Podemos probar porte de armas, porque tenemos testigos que vieron que se te cayó”. El fiscal no se anda con vueltas. El detenido tiene cara de que le da un poco igual, pero niega todo.

Se queda solo con los defensores. “Contanos lo que pasó, en nosotros podes confiar”. El detenido no confía, o es inocente. Sigue negando.

El fiscal conversa aparte con un defensor.

—Ocho meses de libertad vigilada, ofrece.

—Menos. Cinco.

Acuerdan por siete.

El fiscal empieza la grabación. Describe las pruebas. Y le advierte: “Si fuiste vos el de la rapiña, sacaste la grande. Porque no tenemos pruebas. Pero ojo que este acuerdo es solo por el porte de armas. Vamos a seguir investigando. Y si aparece algo que nos confirme la rapiña, vas para adentro”.

De vuelta en Juan Carlos Gómez. Llegan dos jóvenes, sonrientes. Les esperan 11 meses de prisión, pero no pueden contener la risa.

Están de la mano y se miran, entre divertidos y cómplices. Fueron, de hecho, cómplices, en el robo de un Red Pagos. “Estábamos reempastillados”, dicen sin pudor. Tanto, que después de robar, se fueron a la casa, se cambiaron de ropa y volvieron al mismo lugar. Queríamos tomar una cervecita, explica el joven, risueño. ¿Pero tenían que volver ahí?, insiste la defensora, incrédula. Los empleados del negocio los reconocieron y la Policía los detuvo en el acto.

—¿Tienen antecedentes?

—Cómo 14, dice él.

—Algunos, dice ella.

Quieren que los manden a la misma prisión. Piden Las Rosas, en Maldonado. Si los separan, la relación se va a enfriar. Él dice que están juntos hace dos años. Ella que se conocen hace unas semanas.

La defensora dice que está difícil. Repite que van a ir 11 meses a la cárcel.

“¿Qué?”, reacciona al fin el muchacho. “¡Hice cosas mucho peores y me dieron menos!”.

Ella muestra los cortes que tiene en el cuerpo. Se los hicieron la última vez que estuvo en la cárcel de mujeres de Montevideo. Pide por favor que no la manden ahí.

La euforia no para y, ya en la audiencia, la jueza María Noel Odriozola pierde la paciencia. “Hubieran pensado antes de cometer el delito”, les dice cuando insisten con ir a Maldonado.

Les lee el acuerdo.

—¿Consienten?

—Sí, dice él.

—¡Que decís si te estabas durmiendo, no escuchaste nada!, se ríe la novia.

—¿Sabés leer?, sigue la jueza.

—A veces, dice él.

La joven suelta, otra vez, una carcajada. La jueza amenaza con suspender la audiencia.

Antes, ella explicó a la defensora que, en realidad, no quiere que la manden a la cárcel de Montevideo porque ahí está su madre. Y tiene problemas con todo el mundo, y cuando sepan que es su hija “se la van a dar”.

—¿Y hace cuánto que está tu madre en la cárcel?

—Desde siempre. La metieron en cana cuando yo tenía un año. Casi no la conozco.